Hoy queremos compartir con nuestros lectores un artículo de Diego del Moral Ollero. Este trabajo fue escrito en junio de 1.992, pero muchas de las reflexiones que se reflejan en estas lineas, perfectamente se podrían volver a escribir en la actualidad. Este trabajo fue ganador del Concurso Literario “Ignacio Sánchez Mejías”

LA FIESTA NACIONAL: UN RETO PARA EL SIGLO XXI

La edición en video de aquellas rancias películas de finales de siglo pasado y principios del actual y su venta masiva, e incluso regalo por alguna revista de tirada nacional, nos ha traído a quienes no llegamos a vivir aquellas épocas de oro del toreo, lo que fue la Fiesta cuando alboreaba la centuria.

Estas películas nos han mostrado a los míticos toreros de antes y después de Juan Belmonte y en ellas podemos apreciar como, hasta que llegó “El pasmo de Triana”, se lidiaba y se preparaba el toro para la suerte suprema, y desde Juan para acá, se torea. Más o menos, se puede resumir todo en lo que ya, como tópico, es llamado “el antes y el después de Juan Belmonte”.

Lagartijo, uno de los grandes califas del toreo, había dicho eso de “O te quitas tu, o te quita el toro”. Los rancios celuloides, trocados ahora en video por la técnica profesional de hombres como Pepe Gan o Fernando Achúcarro, nos traen un toreo que yo denominaría como “del siglo pasado” más en referencia a lo que la frase encierra de pretérito, que a la incardinación en el tiempo de los toreros de la época de José Gómez Ortega. En aquel toreo había mucho de hombría, de reciedumbre, poco arte, mucha enjundia. El daguerrotipo de un torero de entonces, sentado en una silla, en el patio de su casa, rodeado de maceteros y de cabezas de toros cornalones y astifinos, es el fiel reflejo del torero que se curaba con aguardiente y que, con poco más de veinte años como tenía “Joselito”, aparentaba ser un cincuentón maduro y curtido en la vida.

Hoy, afortunadamente, y tras la irrupción de Belmonte como héroe solitario tras la muerte de José, se hace un toreo distinto, mejor que nunca, tal vez de menos reciedumbre, pero de más arte y empaque. Hoy como dijera Juan, “ni te quitas tu, ni te quita el toro; sin quitarte, quitas al toro, con valor y con gracia, templando y mandando con el brazo”, en justa contradicción a la “ley de Lagartijo”. Y desde entonces para acá, el toreo es sublime. Piensen los aficionados los que hoy podrían decir cualquiera de aquellos toreros de la familia de los “Gallos”, los Bombita y Machaquito, los Guerra y los Mazzantini, si viesen en el ruedo ante un toro de quinientos cincuenta kilos, dar naturales de frente a Emilio Muñoz, torear con el arte que atesora un Enrique Ponce, sacar el capote d las manos bajas al siempre recordado Julio Robles y manejar la espada con la certeza que lo hicieron Rafael Ortega o Paco Camino.

Esto es otra cosa, es otro toreo. Tal vez sea la mejor lección que nos dejan los videos sacados de aquellos rancios celuloides, el demostrarnos que hoy, en plenos umbrales del siglo XXI, se torea mejor que nunca.

Hay, por supuesto, matices con claras diferencias. La suerte de varas, la selección del toro de lidia, el transporte de ganado desde la dehesa a las plazas de toros y, por qué no decirlo, hasta la penicilina que, afortunadamente, ha sustituido al aguardiente en las curas de los toreros, que deben al doctor Fleming tanta gratitud.

El toro, por comenzar analizando el factor básico de la Fiesta es, también, otro. Antes, tal vez aquí el antes y el después lo marcase Manolete, los ganaderos no seleccionaban tan a modo para los toreros; criaban su ganado “para ellos” y de ahí el dicho de “toro bueno para el ganadero”. Ni las tientas, ni la adquisición del ganado se llevaba con tanta meticulosidad. Muchos compraban puntas de ganado y sementales sin saber lo que se llevaban. Recuerdo una anécdota que me contó un ganadero, hoy en la cresta de la ola, de lo que hacía un antecesor suyo a la hora de lidiar, cuando no existían los libros de registro, ni las actas de nacimiento de las reses de lidia y no era otra cosa que, al llegar a la plaza, cambiar el nombre de los toros que lidiaban para que quienes habían adquirido ganado de su hierro para formar otras ganaderías, no pudiesen seguir, por el nombre del toro, la reata de lo que se habían llevado de su finca. Este hecho demuestra que, por fas o nefas, era difícil la selección. Eduardo Miura dice que la vida de un hombre es muy corta para poder hacer por si solo una ganadería. El ganadero de Zahariche mantiene que, al menos, son necesarias tres o cuatro generaciones para ello y hoy día, pocas son las vacadas, decimos nosotros, que permanecen tanto tiempo en manos de una misma familia. El ganado, al pasar de unas manos a otras, incluso dentro de las mismas familias de ganaderos, experimenta grandes cambios y todo esto va haciendo que el toro de lidia cambie más y más cada vez; pero es que esto no es todo. Las figuras del toreo de cada época las modas y costumbres, han hecho que el ganadero deba seleccionar y, como si fuera una abeja, libar dentro de sus sementales y de sus vacas para poder “hacer” el toro a modo que le van imponiendo. El toro de Madrid es distinto al de Sevilla, el toro para Ruiz Miguel no es el mismo que el de Manzanares, si es para Ojeda debe repetir, si es para menganito no puede ser cornalón, si es para Zutanito es mejor que sea mansurrón, que vaya y venga sin peligro y sin emoción; Victorino y Miura están obligados al “terror”, Jandilla o Sepúlveda tienen que ofrecer toros de cien muletazos y ya, hasta algunos dicen que “fabrican” el “toro artista”, que es como un descafeinado de aquellos toros de los ojos verdes de Fernando Villalón.

Todo esto contrasta, fuertemente, con aquellos toros que todos eran válidos, que no eran artistas ni tenían ojos verdes y que se llevaron a la gloria del toreo a Granero, a Joselito, a Sánchez Mejías y al propio Manolete. Hoy también hay muertes, algunas tan recientes que aún nos tienen erizado el bello al recordarlas, pero el toro es otra cosa, es otra cosa.

La suerte de varas no tiene nada que ver con la de aquellos jamelos escuálidos y sin peto. No hay comparación posible, ni aquello era suerte de varas. Escuchamos en los comentarios de las viejas películas a que tanto nos referimos, que la corrida lidiada tal o cual día en la plaza de Madrid, tomó cuarenta y tres varas. ¿Eran varas o picotazos?. ¿Aguantaría un toro de aquellos siete u ocho varas de las de ahora, con la puya de cruceta del fenecido Reglamento y el percherón de setecientos kilos?. Aquellos tercios de varas, -me niego a llamarles “suerte”-, eran una masacre de caballos y una parodia de lo que entendemos por picar, a no ser, que un Badila cualquiera, tirase el palo al morrillo del toro, aguantándose con la fuerza exclusiva de su brazo la fuerte acometida del morlaco y picase como veo en los dibijos de Daniel Perea o de Gustavo Doré, porque en las películas no he tenido la suerte de ver picar así un toro.

Mi conclusión a toda esta elucubración no es otra que llegar a decir, sin ambajes ni empacho alguno, que hoy se torea mejor que nunca y que, si sabemos cuidar al toro, elemento básico de la Fiesta, ésta marcha hacia el eminente siglo XXI, con todas las garantías de sobrevivir a los avatares del año 2000, a los falsos ecologistas y animalistas, a los Eugenio Noel de pacotilla, a las imposiciones de la Europa que masacra zorros en las praderas de la vieja Albión, a los sesudos padres de las patrias europeas que prefieren cortar la producción de leche y cereales antes de mandar excentes a Etiopía o Biafra y tanto taurinillo de tres al cuarto que viene a esto a servirse de ello en lugar de servir a la Fiesta.

Capítulo de interés merecen las empresas taurinas. Aquí también hay un antes y un después, aunque el nombre que divida las dos épocas no esté tan claro como en los casos antes citados. Podría ser antes y después de Eduardo Pagés, o antes y después de “don” Pedro Balañá o de “don” Pablo Chopera, no lo se a ciencia cierta; pero el gran divisor de las épocas, el gran maledicente ha sido, en el caso empresarial, el monopolio. El monopolio aglutinó en una sola mano a toreros y plazas de toros, se hizo empresa y apoderado en un solo cuerpo y comenzó el ponme a este y te pongo a aquel, el dame para que yo te pueda dar más tarde. Se cerraron las puertas a los que no tenían la suerte de entrar en una de esas “casas”, portentes y todopoderosas. Hoy, Parece que remite esta fiebre. Para ser empresario de Madrid, por citar un caso, no se puede ser de otra plaza; lo piden los aficionados y lo exige la dignidad  y comienzan a surgir empresas independientes, no afectas a los toreros, sin apoderar a figura alguna del toreo y ello redunda en beneficio de la Fiesta y del aficionado, que al fin y a la postre, con su dinero, la mantiene. La empresa y el apoderado independiente son muy necesarios. La empresa porque no se verá coartada para poder ofrecer, tanto en toros como en toreros, lo mejor de cada momento, lo que le sea factible a cada una en cada circunstancia sin tener que plegarse a las exigencias de los “más fuertes”; los apoderados, porque habrán que basar su fuerza en la que les de su propio podernante. Recuerdo que el llorado Curro Caro, Buen apoderado independiente donde los hubiese, decía que Él era un mero administrador de las orejas que cortaban sus toreros; a más orejas, más contratos. Y esa independencia en la empresa y en el apoderado, hará más grande la Fiesta, más libres a los toreros y más felices a los aficionados.

Del que nos queda muy poco que decir es del aficionado. Aquí no hay un antes ni un después. Aquí, lo que hay, es el bueno y el malo, el que ama profundamente la Fiesta y el que va a lucirse con el clavel en la solapa la tarde del cartel “redondo”; pero el aficionado siempre es el mismo, en el siglo XIX o en el siglo XXI. Es el que llega a taquilla, saca su cartera, entrega unos billetes, ahora de mil, a cambio de la promesa de dos horas de ilusión, que siente un mayor o menor afecto y simpatía por determinado diestro, que va o no va a verlo vestirse al hotel, que asiste o no asiste a los tentaderos de algún amigo ganadero; pero que siempre lleva, dentro, muy dentro, la llama viva de la afición y no le importan los carteles, ni los toreros de moda o de revistas del corazón, que reserva su dinero de “vicios” para la entrada de la corrida del domingo o de la feria de su pueblo porque no saben vivir sin toros y que, algunos a carcajadas, otros entre labios y con sorna, rien cuando escuchan decir por Estrasburgo o por Bruselas que su Fiesta es salvaje y despiadada, ayuna de cultura y de sentido. Claro que ellos, que ya están curados de espanto, cuando oyen esas cosas miran de reojo la escultura de madera policromada que hiciera Sebastián Miranda a Domingo Ortega, o “La estocada de la tarde” de mariano Benlliure, o el dibujo del “Toro alado” de Picasso y al son de las “Churumbelerías” de Emilio Cebrián o el “Manolete” de Orozco, con bordados de oro y seda a manera de capote de paseo imaginario, hacen un paseíllo de amor a la Fiesta y, con su dinero, en pesetas y pronto en euros, se van para la taquilla de toros y piden: ¡un tendío “bajo del tres, pegaito al dos, a ser posible”, y así, la Fiesta; sin necesidad de ordenadores, ni de chips, herrando a fuego y todavía curando a los toros con la navaja cabritera del vaquero, marcha segura y firme, hacia el año 2.000 para cubrir con la misma gloria de siempre otra centuria, que será la de nuestros hijos y nuestros nietos que ya, también, nos enorgullecen porque, a la hora de comer, sacan la conversación de la última faena de Enrique Ponce en la plaza de Madrid y esto nos hace pensar que ya está superado el reto de la Fiesta de cara al Siglo XXI.

Diego del Moral Ollero

Ciudad Real, junio de 1.992.

Fotografías: Archivo personal de la familia Del Moral.

Foto de portada: © Herrera Piña. (Momento de la entrega del galardón del concurso literario «Sánchez Mejías» en la plaza de toros de Manzanares a Diego del Moral.