En estos días tan difíciles que estamos pasando todos, desde Cargando la Suerte, vamos a intentar colaborar dentro de nuestras posibilidades en intentar llevar esta situación de la mejor manera posible, es por eso que hemos decidido compartir con todos nuestros lectores algunos de los escritos, crónicas y poesías que el fundador de la Federación Taurina Manchega, Diego del Moral Ollero, escribió a lo largo de su vida y que muchos de ustedes, unos por edad y otros por simplemente no conocerlo, no tuvieron la oportunidad de disfrutarlo.

En esta ocasión compartimos con ustedes un «Cuentecillo Taurino» que Del Moral escribió en 1.989. Esperemos que sea de su agrado.

«LOS SUEÑOS DEL TORERILLO» 

El torerillo había llegado, aterido, a la puerta del Gran Hotel. Dejó su lío de capotes en el suelo, se caló la gorrilla hasta las orejas y se sentó paciente a esperar la entrada o salida de algún señorito que le pudiese dar unos duros para comprarse un bocadillo y beberse un buen tazón de leche caliente. Había recorrido varios kilómetros por las dehesas cercanas a la capital, en busca de algún tentadero donde le dejaran dar unos capotazos a alguna vaca de retienta; pero hoy no había encontrado nada de eso y se encontraba bastante cansado. Genaro, el guarda de una de las fincas próximas, que había querido ser torero, le orientó para que dentro de unos días, volviese por allí que había oído a los señores de una tienta, como todas, para unos privilegiados; pero varios días era esperar demasiado para su afición y para su estómago.

Había pasado más de una hora y el torerillo dormitaba acurrucado entre el seto y el lío de sus capotes, que le servía medio de almohada, medio de abrigo, cuando pensó reconocer a la voz de dos personas que se acercaban hablando de toros. Saltó como un rayo desperezándose, sacudió sus pobres pantalones de pana raída, trató de acariciar sus legañosos ojillos vivarachos y ordenó la postura de su gorrilla campera, tratando de causar buena impresión a los primeros señoritos que llegaban a la tertulia del Gran Hotel, donde cada tarde se reunían ganaderos, toreros y críticos.

-Buenas noches, don José y la compañía, saludó ceremonioso el chaval, al llegar junto a él un famoso ganadero, al que acompañaba un amigo de los de la tertulia.

-¡Hola, figura! ¿qué cuentas hombre?.

-Mire usted. Por aquí me tiene. Esperando que caigan unos capotazos y …

– ¿Y qué, hombre?

-… Y unos duros ”pa un bocata”, don José, que estoy “rilao”.

El ganadero y su amigo rieron el desparpajo del torerillo y echándose mano al bolsillo le dieron unas monedas diciéndole:

-Toma, hombre, toma. Cómete ese bocata, que te lo has merecido.

El torerillo alargó la mano, tratando de ocultar su sonrojo por el atrevimiento; pero las tripas le estaban cantando una melodía de gorgojeos que le obligaban a tomar aquellas monedas. Cuando tenía el dinero en la mano, bien seguro de que ya no se escapaba el banquete, puso cara de disgusto y miró fijo a un punto perdido del infinito.

-Y ahora ¿qué te pasa? ¿no estás contento?, le preguntó don José.

-Si señor, si que estoy contento, respondió bajando la mirada al suelo. Es que me falta lo principal. Ya tengo para el bocata; pero ¿y los capotazos? ¿a quien le doy yo los capotazos?.

Los dos interlocutores del torerillo rieron la ocurrencia y don José le contestó entre carcajadas:

-Hombre, figura, yo suelo llevar algunas monedas en el bolsillo; pero las vacas las tengo, normalmente, en la finca. Aquí no vas a poder dar esos capotazos que tanto te gustaría dar.

-No. Si ya lo sé; pero a mi no me invita usted nunca a los tentaderos y no sé ni como es la tapia de su placita de tientas.

-Si es por eso no te preocupes. Mañana a las ocho, vamos a estar en mi finca de “Los Tejares” y se tentarán unas utreras. De momento tienes un sitio en la tapia. Van Paquito González y El Malagueño a tentar. Así, que ya lo sabes: estás invitado.

¡Madre mía! ¡Paquito González y El Malagueño! ¡Y yo de sobresaliente!¡Que cartel, don José!, ¡qué cartel!. Acabamos el papel ¡por mi madre!.

Los dos señoritos volvieron a reir abiertamente y subieron las escaleras del Gran Hotel, comentando la gracia sevillana del torerillo, que había emprendido veloz carrera, con su lío de capotes a cuestas, a comprarse ese, tan ansiado bocata de calamares.

El torerillo, mientras engullía con avidez su corto banquete, no daba crédito a lo que acababa de oír. Invitado a un tentadero él, con los dos toreros de moda; claro, que iba a la tapia; pero ya era importante que don José le hubiese invitado personalmente y nadie lo pudiese echar de allí. Cuando terminó el bocadillo, se tomó un buen vaso de leche caliente que le entonó el cuerpo, se volvió a echar el lío de capotes a la espalda y se dispuso a hacer el camino que separa la ciudad de la finca “Los Tejares”. Había un largo trecho y las ocho de la mañana llegaban pronto. Se puso en la carretera y esperó, con paciencia y mucho frío, que algún automovilista le ahorrase alguna parte de la caminata. Después de haber ido a pie un buen rato, paró a su lado un coche y escuchó una fuerte voz que le ordenaba:

-Sube muchacho.

Sin rechistar, el torerillo metió su lío de capotes en la parte trasera del lujoso automóvil, saludó ceremonioso al conductor y se instaló en el asiento mullido, que le parecía un sueño, después de la dura caminata y de solo tener por asiento y por colchón el raído lío de sus viejos capotes.

-¿Vas muy lejos?, preguntó el conductor del coche al torerillo.

-No mucho, señorito. Voy a “Los Tejares”, a la finca de don José. Es que mañana toreo allí en una tienta, ¿sabe usted?, y no quiero llegar tarde.

-Yo también voy a “Los Tejares”. También yo toreo allí mañana y me pasa lo que a ti, que no quiero llegar tarde y me voy a dormir allí esta noche.

-¿Usted también torea allí, señorito?, preguntó el torerillo, y picado por la curiosidad adelantó medio cuerpo sobre la parte delantera del coche para mirar la cara del desconocido interlocutor, que volvió un poco la cabeza para ser reconocido.

-¡Anda mi madre!, exclamó atónito el torerillo, quitándose la gorrilla y no dando crédito a lo que veía: ¡Si es Paquito González!

Mientras el diestro, ya consagrado y encumbrado, sonreía para sus adentros, imaginándose la sorpresa que se había llevado el muchacho, este no salía de su asombro, por la buena suerte que le iba acompañando todo el día. Primero don José, el ganadero de más postín de la región; después, que le recogiera el mismísimo Paquito González y lo llevase en su coche a la finca donde estaba invitado, con todos los honores y sin temer a los guardas o al mayoral. Era algo asombroso que no podía creer. Mientras, el lujoso coche, consumía kilómetros, y él soñaba ya con ser figura del toreo.

La voz de Paquito González le interrumpió su cuento de “la lechera”.

-Estamos llegando, campeón. ¿Qué piensas hacer?. No creo que te hayan invitado y a don José le gustan poco los intrusos.

-Si maestro. Me ha invitado don José en persona. Esta misma tarde cuando entraba en el Gran Hotel. ¡Y me dio dinero “pa un bocata”!. Me dijo que venía usted y El Malagueño. Y yo de sobresaliente con ustedes. Se lo juro.

-Buen pájaro estas tú hecho. Como sea mentira te van a echar de las orejas.

En esta conversación llegaron a la puerta de la casa de los señores, que era una lujosa mansión del más puro estilo campero. Cayetano, el mayoral, les recibió abriendo la portezuela del coche y levantando, ceremonioso, el sombrero de ala ancha de su calva cabeza.

-Buenas tardes don Francisco. Bienvenido a “Los Tejares”.

-Buenas tardes, Cayetano. ¿Cómo estáis?.

-De primera, maestro.  Y dando una voz fuerte hacia atrás, llamó a la vieja ama de llaves:

-¡Frasquita!. ¡Frasquita! … esta mujer cada día está más sorda… ¡Frasquitaaa!…

Frasquita asomó como siempre. Limpia como los chorros del oro y gruñendo entre dientes algo que nadie logró descifrar.

-¿Qué demonios quieres con tanto gritar?.

-Que lleves a don Francisco a su habitación. Yo subiré el equipaje.

-Pero ¡si es mi niño!, exclamó la vieja Frasquita al ver a Paquito González. ¿Cómo está el mejor torero del mundo?. ¿Cómo va a estar?, se contestó ella misma, ¡tan guapetón y tan hermoso como siempre!.

Paquito besó a la mujer, que había cambiado el semblante al verle. Frasquita recordaba el día en que Paquito había llegado, siendo muy niño, a pedirle algo de comer y que le dejara sentarse en la tapia del tentadero; y a ella, que no le gustaban los maletillas, la cara de aquel chiquillo le partió el corazón y le vaticinó, con acierto, que llegaría a ser un gran torero.

-Ya te lo dije yo “na más verte”, Tú tenías que ser algo grande en los toros. Y ya ves si tenía razón.

-Si, Frasquita, si. Siempre me dices igual. Anda; llevamé al cuarto y dale a ese algo para que coma y dile donde puede dormir. Dice que lo ha invitado el amo.

-Que espere ¡demontre!. Ahora estoy con mi niño. Que espere un poco.

Al rato, volvió a bajar Frasquita con un trozo de pan y algo dentro.

-Toma, muchacho, dijo dirigiéndose al torerillo, te lo doy no se por qué. No me gustan los maletillas; pero toma, anda. Y vete a dormir al granero. Si te ha invitado el amo, ya le diré yo a él.

El torerillo cogió el pan que le ofrecía Frasquita, lo abrió, y cuando vió el contenido, sonrió y mirando a la vieja mujeruca dijo:

-Dentro de unos años yo seré como su niño.

Se fue al granero y preparó una cama con paja y sus raidos capotes, se caló la gorrilla a la altura de las cejas, quedándose dormido tras engullirse la cena que le había preparado la vieja Frasquita y descansó plácidamente.

 

La mañana era fría; radiante. Una hoguera grande rechinaba junto a la placita de tientas de “Los Tejares”. Siete u ocho coches habían llegado con los invitados, que charlaban junto al fuego, saboreando unas humeantes tazas de café. El torerillo trataba de acicalarse para parecer lo más digno posible ante aquellos señores. Un tanto miedoso, se acercó a don José:

-Buenos días, señorito. Aquí me tiene usted.

-Bien, chaval. Ya lo sabes. Tú, a la tapia y a esperar que te digan lo que tienes que hacer.

-Si señor. Lo que usted mande.

Cayetano le ofreció un buen vaso de leche caliente y mientras lo bebía, lentamente, observaba a Paquito González y a El Malagueño, dos grandes figuras del toreo, que años antes habían pasado también por la tapia de la placita de tientas de “los Tejares”. Se echó un capote sobre los hombros a manera de abrigo y sin decir nada, se sentó en la tapia, a esperar, paciente, su hora.

Estaba como loco, viendo torear a esos grandes toreros y escuchando atento los comentarios e incidencias del tentadero, cuando alguien le llamo:

-Muchacho: ahí la tienes. Por el izquierdo es enorme.

El torerillo dio un salto y se plantó en la cara de la becerra con una vieja muleta y un trozo de palo, a manera de estoque. Y sin dudarlo, se puso el engaño en la izquierda y citó de frente:

-¡Ehe vaca, ehe!

Le dio unos naturales a su oponente, queriendo comerse el mundo. No podía perder la ocasión. Estaban allí los empresarios Moreno y Trueba; los dos toreros de moda; varios ganaderos de postín, que podían llamarlo a tentar en sus fincas… Había que jugársela, sin reparar en la voltereta ni aún en la mismísima cornada.

-¡Ehe, vaquita, ehe! ¡Mira, vaca, mira, mira…!

Le dio todos los muletazos que quiso, no exentos de calidad y de arte; pero el animal ya no tenía más gas, ni más fuerzas y Cayetano gritó desde el palco, siguiendo ordenes de su jefe:

-¡Vale ya! ¡Puerta!

Todos los asistentes dieron una ovación al torerillo que, sudoroso, correspondía desde los medios, saludando con la gorrilla en la mano y  el brazo derecho levantado al cielo, a manera de triunfador.

Después de la tienta lo llamó el empresario Trueba.

-Muy bien, muchacho. Me gusta como toreas. ¿Cuántas novilladas has toreado?.

-Doce, señorito. Doce pepas, como doce catedrales.

-¿Te atreves con una de “Los Castillejos”?. El Domingo de Ramos va a la capital y me falta un torero. Va con más de “setenta kilos”.

-¡Digo! ¿qué si me atrevo?. Ya lo creo. De setenta y de setecientos. ¿Me va usted a poner?.

-Si. Te pongo. Pásate el lunes por el despacho y llévate un contrato.

El torerillo daba saltos de alegría y se frotaba las manos. Se despidió de todos los asistentes de aquel tentadero y fue a decírselo a Frasquita.

-Frasquita, que toreo con el señor Trueba. Que toreo en la capital el Domingo de Ramos. Deme usted un beso, Frasquita.

-Demonio de chico, ¿por qué te tengo que besar yo?.

-Que si Frasquita, que si. Que usted: maletilla que toca, maletilla que hace figura. Deme otro beso, Frasquita, deme otro beso.

Un fuerte ruido estremeció al torerillo. Sus carnes se abrieron al comprobar que su suerte era tan perra como siempre. El ruido que lo había estremecido era el de una potente moto que, al arrancar, le había despertado cuando, al sol de la tarde, dormitaba aún en la puerta del Gran Hotel. Lloró con rabia mientras mordía la visera de su gorrilla campera, maldiciendo su suerte.

-Tenía que dormirme yo, hombre. ¡Para soñar estas cosas! ¡Maldita sea!. No puede ser… no puede ser…

Mientras maldecía y maldecía, alguien bajaba la escalinata del Gran Hotel y reparaba en el muchacho, acurrucado al poco sol que quedaba, aterido y lloroso. El torerillo volvió la cara y le miró sin decir nada.

-Hola figura, ¿qué te cuentas hombre? ¿tienes frío?.

El torerillo frotó sus ojos y pellizcó su cara, al ver a don José, un famoso ganadero, que salía de la tertulia del Gran Hotel.

-¿Quieres ir mañana a la tienta en mi finca “Los Tejares”?.

-¡Otra vez usted!, musitó entre dientes el muchachete.

-¿A la tienta, dice usted?, repitió un tanto desconfiado.

-Si hombre. Van Paquito González y El Malagueño.

– Pero yo… don José…

-Tú, a la tapia y a esperar que te llamen los figuras.

El torerillo se volvió a pellizcar la cara  cuando don José, como cómplice suyo, y con algo de disimulo, le alargaba un par de billetes.

Mientras el torerillo mordía cadencioso su bocata de calamares y con su lío de capotes a la espalda se dirigía a la carretera, en busca de algún coche que le llevara a la cerca de “Los Tejares”, pensaba que ahora ya no era un sueño porque esta vez estaba bien despierto. Todo empezaba a repetirse, aunque él seguía soñando con ser esa gran figura del toreo, cuando un bonito y lujoso coche paraba a su lado.

-¿Vas muy lejos, chaval?. Sube, que te llevo.

Era el coche y la voz, de un gran toreo. Era nada menos que Paquito González, el torero de moda, que iba a una tienta a “Los Tejares”.

FIN

Diego del Moral Ollero  (Agosto de 1.989)

Dedicado a mi hijo Manuel, que a sus quince años, se siente figura del toreo.

Ilustración: © Cesar Palacios